Y empiezo poco a poco a aceptar
que a veces, inevitablemente,
mi mente vuelve a Granada
y te abraza sin saber por qué.
Y te besa en esos labios
que sabían a dulce hogar,
o acaricia tu espalda con esa extraña delicadeza
que sabían a dulce hogar,
o acaricia tu espalda con esa extraña delicadeza
de quién tiene miedo a romper la belleza.
A veces recuerda tu sonrisa,
o como tus mejillas se marcaban
con fuerza en tu cara cuando lo hacías,
y se pierde entre cenizas y rotos escombros.
O piensa en tu pelo,
y en cómo estabas preciosa
incluso despeinada y sin maquillaje;
recién despierta tras una noche
más larga de lo habitual.
Otras, simplemente muerde tu piel,
desayuna cada parte de tu cuerpo
hasta que queda sin aliento,
y peca al pensar en cómo hacerte flotar.
Los lunares de tu cuerpo
siguen siendo su guía,
y suele recorrerlos con su dedo
formando constelaciones en la oscuridad.
En ocasiones se acuerda de tu voz;
tan profunda y alegre.
tan profunda y alegre.
Recuerda cómo escucharla era algo terapéutico
y aliviaba los dolores de mente y corazón.
También te recuerda cantando,
vestida con aquella timidez
que te hacía parecer indefensa
y escondía la bestia que vivía en ti
y que quería comerse el mundo.
A veces, y cada vez menos veces,
mira las fotos que tenéis juntos
y piensa en hablarte;
y entonces, yo le pregunto si vale la pena
jugar con aquella espina llamada recuerdo,
a lo que mi mente siempre contesta:
Si no puedes aguantar este dolor
es que nunca has estado enamorado.